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En más de uno de los poemas de Matacaballos, Ana Carolina Quiñonez Salpietro disimula hábilmente, tras el retrato del personaje de Erasmo -un rígido preparador de caballos que convierte su oficio en eje de su vida-, el registro íntimo y aséptico de la gradual descomposición de una familia, desde la perspectiva de una de sus miembros. Por esta razón, la voz protagonista se sumerge en el microuniverso de la hípica y apela a sus símbolos y rituales para cuestionar desde ellos el rol jugado por la figura paterna en su historia personal, pero también para hurgar en el sentido (o sinsentido) de las más diversas relaciones interpersonales. Mientras más se conoce del enérgico amor que siente Erasmo por los caballos, que lo lleva no solo a cuidarlos en los más mínimos detalles, sino también a exigirles para que logren un mejor rendimiento, más se revela la distancia que existe entre la protagonista y su padre, pero también entre él y los demás integrantes de la familia. Es así como Quiñonez Salpietro desmonta poema a poema la naturaleza de nuestras propias afecciones.